En el tercer artículo de esta serie, escribí sobre la necesidad de que las “Familias de Parroquias” caminen juntas de manera sinodal. Vivir una vida sinodal comienza con la Santísima Trinidad. En este cuarto artículo, quiero explorar más profundamente las raíces de este “caminar juntos” como Familia de Dios, comenzando con Cristo y Su Presencia Eucarística, luego volviéndome hacia el Espíritu Santo y la Virgen María.
Permanecer Conectados a Cristo
La sinodalidad es una forma de vivir la fe de manera permanente en todos los niveles de la vida de la Iglesia y tiene sus raíces en el Misterio Pascual a partir del bautismo, a través del cual los individuos comparten en la comunión de la Trinidad. El bautismo implica la respuesta humana al llamado a vivir en comunión con Cristo a través del Espíritu Santo (Cf. 1 Cor 1, 9). Esta comunión purifica a la persona del pecado, haciéndole una nueva creación, hija o hijo adoptivo de Dios y miembro de la Iglesia, abriendo la puerta a los demás sacramentos, incluida la Eucaristía.
Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, como la Eucaristía hace a la Iglesia. En virtud de la Eucaristía, los diversos miembros del Pueblo de Dios caminan juntos como Cuerpo de Cristo (Cf. 1 Cor 10, 17) bajo Cristo como cabeza. Cristo, el Buen Pastor, guía al rebaño en su camino. Él no solo guía, sino que también alimenta al rebaño. En la recepción de la Sagrada Comunión, la comunión con Dios se profundiza vertical y horizontalmente. El propio ágape de Dios se recibe corporalmente, para que su obra salvífica pueda continuar en y a través de la Iglesia. Consciente del don, la Iglesia sale para atraer a toda la humanidad a ser parte de esta unidad. Una parroquia o Familia de Parroquias debe permanecer íntimamente conectada con Cristo en la Eucaristía, priorizando la Misa dominical y el acceso a la Eucaristía.
Derramando el Espíritu Santo
En el bautismo de Cristo, se escuchó la voz del Padre y el Espíritu Santo descendió sobre Él como una paloma. Este mismo Espíritu, que fue derramado sobre los apóstoles en Pentecostés, ha sido derramado en nuestros corazones en el bautismo. El Espíritu Santo introduce el orden (1 Cor 12, 1-20) en medio de la diversidad de miembros y carismas en el Cuerpo de Cristo para que los miembros trabajen juntos por el bien de toda la Iglesia (1 Cor 12,14-31). A cada miembro se le da alguna manifestación del Espíritu en vista del bien del cuerpo. Los dones del Espíritu se reúnen en la Iglesia, donde los miembros sirven y se escuchan recíprocamente. La Iglesia se entiende a sí misma como un “nosotros” colectivo en la oración, la liturgia y el discernimiento.
María, Modelo Para La Iglesia
El Espíritu Santo, que está en el centro de este “caminar juntos” eclesial, cubrió también a María, Madre de la Iglesia y modelo del discipulado, que vivió este camino de manera privilegiada. Aunque el Espíritu estuvo operando desde el amanecer de la creación, en la plenitud de los tiempos (Cf. Gálatas 4, 4) se dio un salto cualitativo en la historia de la salvación. Por el Espíritu Santo, María concibió la Palabra de Dios, quien, a su vez, fue entregada como un regalo a la humanidad. María y el Espíritu “caminan juntos” desde la Anunciación hasta el Pentecostés.
Si, en la economía de la salvación, el Espíritu Santo representa la condición de la posibilidad de la auto comunicación de Dios en Jesús por parte del Divino, entonces María, con su fiat, representa la condición de la posibilidad de esta comunicación por parte de la humanidad. A través de su escucha atenta y su apertura a Dios, cumplió su misión de traer a Cristo al mundo. Ella demuestra las características de vivir este camino. Caminó con y en la Trinidad, recibiendo de buena voluntad el amor del Padre, llevando al Hijo dentro de su vientre y convirtiéndose en templo del Espíritu Santo. La Madre de Dios es modelo para todos los discípulos y un icono de vida sinodal, recordándonos la llamada universal a escuchar atentamente a Dios con apertura al Espíritu Santo.
María y el Espíritu Santo nos ayudarán a guiarnos por el camino del discernimiento. Por tanto, confiémonos a ellos, concluyendo con una oración a Cristo de la mística suiza Adrienne von Speyr:
“Señor, concédenos que te contemplemos, te afirmemos, te realicemos, a ti y a tu Iglesia y a lo que nuestra misión exige, en un Espíritu siempre nuevo, en el Espíritu del sí de tu Madre. Concédenos que recemos por este Espíritu. Nosotros sabemos que allí donde envías tu Espíritu, allí estás Tú mismo. El Espíritu te ha llevado a tu Madre, el Espíritu la ha hecho capaz de llevarte en su seno, de darte a luz, de abrazarte con su cuidado materno. Y porque en ella has vuelto a encontrar a tu propio Espíritu, de ella has formado a tu Iglesia. Y porque nos has llamado a entrar en esta Iglesia: haz de cada uno de nosotros un lugar en el que sople el Espíritu de tu Iglesia, un lugar en el que contigo y con la ayuda del Espíritu Santo se haga la voluntad de tu Padre, de nuestro Padre. Amén”.